Ellos son mejores amigos. Se conocen desde hace cuatro años.
Él, rubio de ojos color miel. Ella de pelo canela y ojos avellanados.
Se conocieron un verano, cuando una amiga de Camila se puso de novia con Felipe.
Los dos grupos de amigos eran casi inseparables ese verano, iban a la pileta de Felipe, salían todos juntos. Y la amistad iba creciendo.
Un día, sin más, Felipe y su novia dejaron de serlo. Pero Camila y él estaban cada vez más cerca. Eran los únicos que se seguían viendo. Tomaban mate juntos, veían películas tirados en el sillón de la casa de Camila, iban a recitales, la pasaban bien compartiendo momentos juntos.
Tal vez nunca se digan lo que realmente siente el uno por el otro. Se quieren, tienen un amor puro, sin maldad.
Una noche se encontraron y Camila lo notó distinto, lo vio con otros ojos, lo miró como un hombre y él la miró como una mujer. Esa primer mirada, fuera de la amistad, dijo todo sin mencionar una palabra. Camila se asustó, no sabía si estaba bien verlo con otros ojos. “Era el novio de Sabri”, argumentaba ella para reprimir ese sentimiento que a veces la confundía.
En una charla con él, Camila mencionó que ellos jamás podrían ser novios y que sería una tontería siquiera pensarlo, pero la respuesta de Felipe no era la que esperaba, pero sí la que quería. “Nosotros podemos ser lo que queramos, no tiene nada de malo”. La descolocó y ella cambió de tema.
Era difícil disimular, ellos se ven y todo surge de manera tan natural que los supera. Son simples, no tienen vueltas, se quieren bien. Les cuesta separarse.
Ambos sienten lo que el otro siente, los dos lo saben, pero prefieren evitarlo por miedo.